martes, 9 de enero de 2007
D. Francisco Salto
¡La humanidad y este pueblo, están de luto! ¡Ha muerto un hombre generoso y altruista, uno de esos hombres, ya ¡ay! tan escasos, que en vez de denigrarla, honran la especie humana, aireando con ráfagas de nobleza y brisas de caridad, el ambiente pútrido que desde Adán, la humanidad respira. Era un alma grande, una de esas almas, que a nacer diez siglos antes, su imagen se adoraría en los Altares, junto a San Francisco de Asís y Santa Isabel de Hungría.
Y tú, pueblo, has perdido un verdadero padre, un padre cuyo recuerdo, si no eres ingrato, jamás deberá borrarse de tu memoria.
¡Pobre Don Francisco! Su muerte se armoniza con su preclara existencia; los hombres extraordinarios, no deben morir lentamente, consumiéndose poco a poco, luchando con la parca como si la temieran, y dejando escapar la vida entre el retorcimiento del dolor y el desaliento del sufrir que aniquila lentamente; la de Salto, ha sido como el desplome de una Catedral gótica, como el descuaje de una majestuosa encina por la fuerza del ciclón ¡muerte grande, tan grande como su vida gloriosa!
Hace muchos años y en la bestia del peatón que traía de Lucena el correo, vino a este pueblo Don Francisco, pobre de dineros, pero pletórico de vida y de generosas ansias; aquí arraigó fuertemente, fundó una familia, y ejerció un sublime apostolado cuyo remate coincide con el de su vivir. Su desinterés sobrehumano, su amor al pobre, su solicitud y resistencia extraordinarias le granjearon bien pronto la adoración del pueblo entero. El vacío que deja al morir, tal vez nadie lo llenará como él.
¡Y cómo nos ha sorprendido su fallecimiento! ¡Muy de noche, visitando al enfermo, y tomando café con sus amigos y clientes; antes de amanecer, las campanas lentas, tocando por él a muerto! Ante casos de muerte tan repentina, el asombro y la estupefacción, y la conciencia de nuestra pequeñez, dominan el ánimo mejor templado y más excéptico. ¡En el espacio de pocas horas, la vida plena y el dejar de existir!
Los lamentos y ayes que doquiera se oyen, eco son de la pena inmensa que llena los corazones; y ese sentimiento general, hondo, ese nuestro dolor, tan grande como nuestro agradecimiento a quien siempre estuvo presto a remediar nuestros sufrimientos físicos con desinterés y abnegación imponderables, es preciso que todos lo manifestemos dignamente: el Ayuntamiento, acordando en sesión extraordinaria nombrar a Don Francisco Salto hijo adoptivo de este pueblo, dar su nombre a la calle Priego, donde vivió tantos años, y colocar una lápida, aunque sea modesta, en la casa mortuoria: y nosotros, todos los que hubimos menester de su ciencia y sus dictámenes, erigiéndole, aunque no sea sino un modesto busto, si no pudiere ser estatua, en el centro del paseo de palacios, costeado por suscripción popular.
¡Lloremos, paisanos, lloremos una tan irremediable desgracia! La figura del médico insigne y gran filántropo que acaba de morir, se ha de agigantar con el tiempo, y ha de ocupar una hermosa página en la historia de esta Villa; sus defectos, si los tuvo, como todos los mortales, se esfumarán ante sus elevadas virtudes, y al cabo de los lustros, su semblante místico irradiará sobre nosotros una luz viva y esplendorosa que nos enseñará el camino que conduce donde reina sin nubes ni desmayos, el espíritu del bien.
¡Descanse en paz tan excelso médico, y reciba su familia la expresión de nuestro pésame más sentido!
W. Roldán
Enero-26-1907