martes, 9 de enero de 2007

D. Francisco Salto

Hoy, en que las ciencias físio-psicológicas, entusiastas, exclusivistas y radicales como todo lo nuevo, estudian las leyes de los desequilibrios mentales y unos cuantos sabios o pseudo-sabios armados de agobiante caudal de datos y documentos humanos, se empeñan en probarnos que toda facultad sobresaliente, toda pasión extraordinaria, engendradoras respectivamente de grandes ideas o de sublimes acciones, son, así como los grandes crímenes, otros tantos casos de desequilibrio, determinados en virtud a que, aquella facultad que se desarrolla, lo verifica a expensas de las otras, llegando a adquirir en esta lucha del más fuerte, una lozanía y exuberancia morbosas, en tanto que sus hermanas gemelas quedarán en estado rudimentario o completamente atrofiadas, dando por resultado que un gran poeta, un grandilocuente orador, son dos desequilibrados, y un santo un histérico, y para poner coto a tamaña desigualdad, el hombre tiene la obligación de llevar a cabo un trabajo introspectivo examinándose interiormente con frecuencia, y como quien se afeita, meter con mano firme la prosaica segur en su cerebro, y descabezar sin piedad esas insolentes y egoístas flores del alma que se atreven a crecer y a destacarse con el fin de avergonzarnos un día haciendo que nos llamemos Cristóbal Colón, Lord Byron, Cervantes, San Francisco de Asís o Santa Teresa de Jesús. Hoy, repito, sería muy difícil presentar ante ese sangriento Areópago un tipo verdaderamente equilibrado y a gusto con todos, y sin embargo no he conocido otro tan completo como Don Francisco Salto.

Así como puede decirse de Napoleón que fue un coloso fundido para la guerra, o de Alfredo Musset y Bécquer que lo fueron para la poesía y el amor, de Salto hay que creer que nació para la ciencia en general y muy particularmente para la ciencia médica. Tenía una inteligencia clarísima y una razón fría y serena ante la cual eran presentados y sometidos a riguroso examen desde el conocimiento más abstruso y complejo, hasta el hecho más trivial y sencillo, sin que de ninguna manera fueran admitidos si no eran llevados de la mano de la observación y del análisis. La imaginación no danzaba para nada en ningún caso, y no por que no la tuviera, que la tenía muy buena,, pero no se la concedía voz ni voto ni se la permitía hablar una palabra mientras no fuere consultada, ni menos se tomaban sus halagüeños consejos sin la precaución más escrupulosa. Así es que sus juicios eran claros, rotundos, terminantes, expuestos y emitidos en palabras más claras todavía. De las veintiocho mil voces del Diccionario, eran escogidas con pinzas de oro, como quien construye un mosaico, no la frase parecida, la equivalente, la sinónima, sino la suya, la precisa, la gráfica, la insustituible, la que expresaba la idea, propia, nítida como la idea misma, y que presentaba ante los ojos con la forma y ropajes más adecuados a la inteligencia de quien lo escuchaba. Su intención de la realidad era poderosísima, y pocas voces se le escaparían a su ojo perspicaz, las sabias indicaciones de la Naturaleza. Constituyendo una rarísima excepción, no tenía aptitud, inclinación o condición alguna que le restara sus méritos como médico ni como hombre. El método más riguroso regía todos los actos de su vida, y no obstante el trabajo abrumador de su numerosa clientela, todavía le quedaba tiempo para ir al Casino y para estudiar, sobre todo para estudiar. Jamás se acostó una noche sin haber leído algo, ya de los numerosos libros y revistas médicas que continuamente recibía, ya de otra diversidad de materias, pues su ilustración era tan vasta, como certeros y discretos sus juicios y opiniones en todo.

Su formalidad, su circunspección, su reserva casi sacerdotal respecto a toda clase de asuntos, especialmente para los profesionales, y cierta energía natural al hablar, le daban un aspecto algo británico, y sin embargo tenía muy buena sombra andaluza y un corazón de oro. Era cosa de verlo por esos barrios, luchando a brazo partido con la ignorancia y la miseria, valiéndose de ejemplos y símiles graciosísimos, llegando hasta hacerle echar nudos a las mujeres en sus pañuelos, tantos como píldoras o papelillos tenían que administrar al enfermo, y dando encima dinero para que se socorriesen. Y vayan a este propósito dos datos finales: En 36 años que hace que vino a Rute no ha faltado una sola vez del pueblo por su gusto, ni ha dejado de visitar los enfermos ni ha puesto una cuenta a nadie.

Era natural de Vélez-Málaga, procedía del claustro médico de Granada, y ha muerto con 62 años, casi repentinamente. El día anterior había sentido unos dolores en diversos puntos del cuerpo seguidos de insensibilidad absoluta: Eran los fatídicos heraldos de la muerte, y el aviso de que la letra fatal estaba girada. A las once y media, cuando ya la luz de la eternidad le daba en frente, sus amigos lo vieron en el Casino. A las doce había muerto. ¡Pobre amigo mío! ¡Quién encajará tan perfectamente como tú en el hueco que dejas como médico y como padre de un pueblo, que el que dejas en el seno de tu familia a quien idolatraste, en los corazones de tu esposa y de tus hijos! Ese únicamente puede llenarlos la infinita misericordia con consuelo, resignación, y esperanza de verlo en la otra vida. ¡Cuan triste es contemplar ya en la edad madura y próximos los dinteles de la vejez, cómo se van desprendiendo, una tras otra las hojas del gran árbol de la vida, esas hojas que fueron nuestras compañeras y hermanas, y que, faltas de exuberante savia que con irresistible atractivo se llevan para sí las nuevas desviándolo de sus fibrosos antiguos canales, todas van cayendo y formando un paisaje de desolación, que deja como única moradora de nuestro cerebro, pálida y triste la idea de la muerte, a imagen de como sobre la amarilla alfombra gravita únicamente la luna, esa perla solitaria que rueda por el inmenso Océano del firmamento azul.

Natalio Vida